Los miembros se sientan alrededor de la mesa, comen sano, beben lo que les permite el reglamento y hablan sobre sus asesinatos. Hay algunos que engordan groseramente el número de muertos y hay otros que, humildemente, los diezman. Los hay que se regodean en el dolor de cada una de las víctimas, individualizándolas, y los hay que hablan de miles, como si de a uno no tuvieran la más mínima importancia. Están los que confieren una trascendencia mortal a las armas empleadas y están los que las banalizan y prefieren hablar del plan y del método urdido. Tan dispares son los miembros de la asociación de asesinos en masa.
En lo que sí coinciden es en callar y escuchar cuando él toma la palabra. Y el silencio de los demás no tiene que ver con su voz de resaca de mar que llena el salón con sangre, ni con su memoria de botella medio llena que recuerda éxitos y obvia fracasos. Ni tampoco con su carácter de órdenes marciales que hacen inconcebible siquiera interrumpirle. No.
El silencio nace del profundo respeto que los demás guardan por él.
Él, que siempre preside la mesa.
Él, que mata más y mejor que nadie.
Él, que luce en el uniforme más medallas.